miércoles, 16 de febrero de 2011

Música.



Algo indivisible al hombre es la música. Está tan unida a nosotros como la piel, puede envejecer, arrugarse o deteriorarse pero siempre tenemos necesidad de ella, para cubrir la antiestética realidad humana, de músculos sangrantes y huesos ampulosos.
La música cubre nuestra creatividad conformista, con su elasticidad nos brinda el movimiento adecuado en el mundo de los filósofos ya extintos, del religioso Platón o en la mente libre de Dionisio, la música duerme con Pitágoras y con Mozart juega a las escondidas.
Nuestro pensamiento se camufla con la piel sensible de las notas y nos arroja en un magma multicolor de sensaciones, condición propicia para el nacimiento de nuestra leyenda, nuestra epopeya, esa vida triste y parca es invadida por banderas flameantes de ritmos populares, de las comarcas más lejanas que traen sus alardes de vida y esa vaguedad infinita adquiere horizontes, presencias y cercanías.
Los lirios y las cuerdas, las nubes y los vientos, las salvajes criatura y los golpes, han llegado en un partitura, en una improvisación, un pizzicato, una básica vibración, y al visitar la cóclea se convierten en las más evidentes pruebas de perfección, para un ser sin visión ni movilidad, que con el más leve tono se transforma en la máquina que comprueba su propia perfección.
La música comenzó sin conexión, sin una fuente de referencia, sin un estado previo, es el ritmo mismo de la vida, es la vida misma del ritmo.